Cuando la corrupción
(fenómeno tan frecuente como repugnante que aparece en nuestro deplorable
panorama político español) se usa como pretexto para demonizar a una
determinada formación política o desacreditar a sus líderes para obtener
ventaja electoral propia o para justificar determinados planteamientos
políticos difícilmente explicables se corre el riesgo de quedar, antes o
después, con el culo al aire, salvo que tu propia casa esté limpia de polvo y
paja o que, llegado el caso, estés dispuesto a defenestrar sin piedad y de
forma contundente cualquier atisbo de suciedad que aparezca, caiga quien caiga
y perjudique a quien perjudique, incluso si tú mismo eres el perjudicado. En
caso contrario cualquier propuesta regeneracionista, tendente a erradicar la
corrupción, genera más asqueo y desconfianza en lo que debiera ser la noble
tarea política, convirtiéndola en un juego sucio de intereses particulares que
aumentan el descrédito de los partidos políticos, prostituyen las ideologías a
meras etiquetas vacías de contenidos y, en definitiva, deterioran la democracia
a niveles de degradación alarmante que ponen en riesgo la gobernabilidad social
y la convivencia en paz y libertad. Es lo que sucede en España, donde el bipartidismo
clásico, hoy amenazado por partidos emergentes de nuevo cuño, tiene la
costumbre de usar la corrupción del contrario como pretexto para desacreditarlo
y relevarlo en el gobierno, sin reparar en la corrupción propia, al extremo de
olvidarse del noble objetivo común de erradicar toda la corrupción por
consenso, prefiriendo sustituirlo por la ruin estrategia de mantener cada uno
la suya propia y excusarla con el intolerable e indecente “y tú más”. La
consecuencia lógica: el desprestigio político de los partidos clásicos, PP y
PSOE (así como el de otros partidos nacionalistas), protagonistas indiscutibles
de la gobernabilidad de esta España democrática, y la proliferación de... (sigue leyendo en
Blog Ojo crítico, http://jcremadesena.blogspot.com.es/)
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