Salvando las distancias
bien podríamos concluir que la epidemia del coronavirus para Europa (y para el
resto del mundo desarrollado) es lo más parecido a la terrible peste negra
(epidemia que asoló el suelo europeo en el siglo XIV, tan solo comparable con
la que en los siglos VI-VII asoló el continente en tiempos del Emperador
Justiniano), por lo que bien se le podría denominar la peste negra del siglo
XXI, aunque esperemos que las actuales mejores condiciones higiénicas,
sanitarias, alimentarias y los avances científicos y técnicos no lleguen a los
devastadores efectos de aquella maldición que se llevó a una tercera parte de
la población europea y, desde entonces, se convirtió en una nefasta acompañante
de los europeos hasta que en el siglo XVIII nos flageló con su último brote,
aunque jamás con la virulencia de los años 1346-1353 cuando marcó incluso las
conciencias y las conductas de las gentes, apuntando a una nueva mentalidad y
visión de la existencia humana que, en definitiva, finiquitó la Edad Media para
dar paso al Humanismo Renacentista. Por aquellas fechas, al igual que ahora, el
hombre convivía con otras enfermedades endémicas que, de vez en cuando,
azotaban a la población, como la gripe, la disentería, el sarampión o la lepra,
la más temida de todas, pero la virulencia de la peste negra, al igual que la
del coronavirus actual, rebasó todas las previsiones del momento.
Inesperadamente la pandemia del Covid-19 ha llegado y, como la peste, ha
llegado para quedarse durante bastante tiempo con nosotros. Nadie imaginaba que
en este idílico mundo desarrollado, dotado de los mejores servicios sanitarios
y los mayores avances técnicos, la enfermedad y la muerte saturara la capacidad
de curación al extremo de ver hospitales con los enfermos hacinados por los
suelos, residencias de ancianos sobrepasadas por la especial virulencia del
virus en la población más vulnerable e incluso cadáveres a la espera de ser enterrados
o incinerados ante la saturación de los tanatorios. En nuestro “idílico” mundo
de progreso pensábamos ingenuamente que tales mortandades y miserias estaban
reservadas a los países del “tercer mundo subdesarrollado”, que nosotros
estábamos a salvo en este mundo tan desigual e insolidario y que, en todo caso,
estábamos dotados, para afrontar fácilmente cualquier contingencia que pudiera
modificar el devenir frenético de nuestras cómodas formas de vida. Error
inmenso. La pandemia del coronavirus ya ha confinado a un tercio de la
humanidad (2.600 millones de personas) pertenecientes en su mayoría a ese
idílico mundo desarrollado (ahora nos tocó a nosotros), en el que va dejando
millares y millares de enfermos y muertos, sembrando una preocupación
generalizada al poner de relieve la vulnerabilidad de la especie humana en su
conjunto. Sin lugar a dudas, cuando pase este infierno, en nuestro paraíso
deberemos zarandear nuestras conciencias sobre todo aquello que estamos
haciendo mal en este injusto y desigual mundo globalizado en el que algunos nos
enorgullecemos y presumimos de tenerlo todo (aunque otros no tengan nada)
cuando buena parte de ese todo nos sobra y ni siquiera nos sirve para afrontar
individualmente (ya sean comarcas, países o continentes) las amenazas a
nuestras formas de vivir, ni a nuestras propias vidas, pues la Humanidad o se
salva en su conjunto o, definitivamente, no se salva. Que al menos ....... (sigue leyendo en Blog Mi punto de vista,
http://jorgecremades.blogspot.com.es/)
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