Al margen de tecnicismos
jurídicos o de intereses políticos de cada uno de los diversos partidos y sin
menoscabo de las pertinentes críticas, razonadas y razonables, que se puedan
hacer, en cualquier Estado de Derecho democrático es esencial el respeto y
acatamiento a las sentencias judiciales firmes, como garantía inequívoca de la
convivencia en paz y libertad de sus ciudadanos. Este requisito es la línea
roja que separa la democracia del totalitarismo, la civilización de la barbarie
y, por tanto, la garantía de sus libertades, que no son ni pueden ser
infinitas, sino que han de estar acotadas por el marco legal democrático
establecido, pues lo contrario sería el caos. Pues bien, en el Estado de
Derecho democrático español parece ser que las cosas no son así de forma clara
y contundente a tenor de lo que está sucediendo tras el fallo del Tribunal
Supremo, que condena a los líderes del “procés” por delitos de sedición,
malversación y desobediencia, pues, si, con los matices que se quiera, los
partidos constitucionalistas en general sí respetan y acatan la sentencia, los
partidos totalitarios y del entorno del secesionismo radical la consideran no
como “justicia”, sino como “venganza”, tras haber anunciado previamente que
sólo acatarían el fallo si fuese “absolutorio” (una forma pintoresca de entender
la justicia) y, como no ha sido así, han reaccionado sembrando de violencia las
calles de las capitales catalanas, especialmente Barcelona, como ya hicieran en
aquellos negros días del ilegal referéndum y la posterior declaración
unilateral de independencia. En efecto, el Alto Tribunal, aunque considera
probada la violencia ejercida en aquellos nefastos días, concluye, contra el
criterio de Fiscalía y en sintonía con la Abogacía del Estado (quien tras pedir
rebelión cambió su criterio a instancias del Gobierno de Sánchez), que “los
indiscutibles episodios de violencia” fueron insuficientes para probar el
delito de rebelión ya que para ello la violencia ha de ser “instrumental,
funcional, preordenada de forma directa, sin pasos intermedios” y además debe
servir “a los fines que animan la acción de los rebeldes”, por lo que les
condena, no por rebelión, sino por delitos probados de sedición, malversación o
desobediencia, y lo hace por unanimidad (el de rebelión, más discutible, que no
descartable, lo hubiera sido sólo por mayoría y con votos particulares de
algunos magistrados, que lo hubieran hecho más vulnerable ante instancias
superiores europeas o ante el Constitucional). Además considera, para mayor
benevolencia con los acusados, que usaron como “señuelo” la promesa de la
independencia, sabiendo que era imposible, con lo que reduce el “procés” a una
especie de “ensoñación” para “presionar” al Estado, concluyendo que no hubo
rebelión porque los líderes del 1-O en realidad no querían declarar la
independencia sino persuadir al Estado para celebrar un referéndum (por cierto
ilegal) y zanja otras consideraciones con aplastante rotundidad al afirmar con
razón “no nos incumbe ofrecer soluciones políticas a un problema de raíces
históricas”. Así pues, desde un punto de vista estrictamente jurídico, el
Supremo, ante las dudas razonables de no poder probar fehacientemente el delito
de rebelión tal como está contemplado en nuestro ordenamiento jurídico
(prácticamente reducido al típico levantamiento militar armado y con violencia
y uso de la fuerza) opta por la unanimidad del delito de sedición,
meridianamente probado, con lo que el intento de golpe de estado queda reducido
a un “tumulto hostil” que perseguía presionar pero no derogar la Constitución,
mediante una declaración de independencia irreal “simbólica e ineficaz” que
desapareció al instante con la aplicación del artículo 155 de la Constitución.
Los condenados se libran así de..... (sigue leyendo en Blog Mi punto de vista,
http://jorgecremades.blogspot.com.es/).
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